Reflexiones sobre el delito de fraude procesal.

Una de las hipótesis delictivas de mayor complejidad por cuanto hace a su investigación es la relativa al fraude procesal. Y el asunto se torna aún más debatible cuando llega al escrutinio judicial –especialmente en la fase complementaria– pues la interpretación que se hace de dicha figura suele discrepar –como pocas– de la postura de las partes procesales. En esta ocasión me referiré a la descripción contenida en el artículo 310 del Código Penal para la Ciudad de México.[1]

Primeramente, habrán de distinguirse los diversos medios comisivos previstos en la norma referida: simular un acto jurídico, acto o escrito judicial; alterar elementos de prueba y presentarlos en juicio; o bien, realizar cualquier acto tendente a inducir a error a la autoridad del conocimiento. Luego, cualquiera de ellos habrá de tener por finalidad la obtención de una sentencia, resolución o acto administrativo contrario a la ley, a todo lo cual le precederá la motivación de obtener un beneficio indebido para sí o para un tercero.

En este orden de ideas, consideramos que la redacción aludida es poco clara y hasta cierto punto confusa. Por ejemplo ¿La obtención del beneficio indebido debe entenderse como sinónimo de obtención de una sentencia, resolución o acto administrativo o por lo contrario, habrán de interpretarse como elementos distintos e independientes? ¿La simulación del acto jurídico, acto o escrito judicial se refiere a una conducta donde intervienen dos sujetos o partes procesales o cabe que dicho fingimiento sea desplegado unilateralmente? ¿Qué le confiere al acto o al escrito la calidad de jurídico o judicial para efectos del fraude procesal? A todo ello, debemos añadir la necesaria distinción teleológica entre la mala fe, la litis temeraria y el “deber” de decir la verdad de las partes.

En esta ocasión me referiré al último punto –el “deber” de decir verdad en un procedimiento o juicio–. Sólo en la Ley de Amparo encontramos consignada expresamente la obligación legal de decir la verdad,[2] lo cual no significa que las partes se encuentren facultadas para decir mentiras –o en otras palabras– dispensadas de conducirse con verdad: tienen pues el deber ético y moral de conducirse con probidad y lealtad, sin menoscabo de las destrezas, capacidades y estrategias procesales para acreditar cada una su pretensión –lato sensu–. Justo aquí es donde más problemas enfrentamos tanto los postulantes, como los fiscales y los juzgadores, al tratar de identificar la sutil pero real línea entre tener razón y creer tenerla.

Pensemos en un supuesto, en el cual “A” reclama judicialmente a “B” el pago de ciertas obligaciones consignadas en diversas facturas. La demandada refiere en su contestación a la demanda que la actora no tiene derecho a exigir el pago, en virtud de que existen descuentos oponibles a “A” y consecuentemente “B” no le adeuda cantidad alguna. Para soportar su dicho, la demandada exhibe un contrato del cual efectivamente se desprende la posibilidad de aplicar descuentos –por ejemplo, por entregas de mercancía a destiempo o por publicidad–. Frente a ello, “A” reconoce la existencia del contrato y la eventualidad de efectuar esas rebajas; sin embargo, afirma que para ser válidos los descuentos debieron pactarse individualmente y desde luego, documentarse para así tener certeza de la causa que les dio –a cada uno– origen, en virtud del principio de autonomía de la voluntad[3].

Seguida la secuela del juicio, en el que tanto “A” como “B” ofrecieron y desahogaron sus respectivas pruebas, siguieron sus estrategias y alegaron para demostrar sus pretensiones, la autoridad judicial dicta sentencia condenando a “B” al pago de la suma reclamada. En semejantes condiciones, “B” presenta una denuncia por fraude procesal bajo el argumento de que “A” engañó al juez al demandarle “sabiendo que no tenía derecho a hacerlo” porque “no le debe nada”, invocando el aludido contrato y los respectivos descuentos.

Sobre el particular, históricamente la doctrina ha recogido dos posturas: una, sostiene que el juez no puede ser engañado al poseer capacidades y competencia especiales que le dotan de confianza para su labor, además de amplias facultades de control y de examinación; otra admite que sí es posible engañarle ya que éste resuelve con base en la información, las pruebas y las alegaciones que las partes le presentan, lo cual se robustece con instituciones como el juicio de revocación en Italia o el juicio de revisión en España.[4] Desde luego, nosotros coincidimos con la segunda, porque si bien es cierto el juzgador se encuentra en una situación peculiar virtud a la cual posee –o debe poseer– conocimientos y resolver bajo la sana crítica, también lo es que su actividad fundamental se materializa a la luz de los planteamientos que las partes le presentan.

Sin embargo, en el caso citado líneas arriba consideramos que no hay “engaño” por parte de “A” pues aún y cuando en el contrato se recogió la posibilidad de que “B” le aplicara descuentos por diversas razones, no debe soslayarse que cada uno de ellos debió ser soportado documentalmente para reputarse como válido y desde luego, ser convenido por los interesados. Así, pensamos que el bien jurídico tutelado por el delito de fraude procesal –la recta procuración y administración de justicia– no puede quedar desprotegido frente a maniobras abiertamente tramposas de los postulantes, pero tampoco es legítimo disuadir a los justiciables de recurrir al Estado para que le sean respetados sus derechos bajo investigaciones estériles e innecesarias.  

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[1] Artículo 310. Al que para obtener un beneficio indebido para sí o para otro, simule un acto jurídico, un acto o escrito judicial o altere elementos de prueba y los presente en juicio, o realice cualquier otro acto tendiente a inducir a error a la autoridad judicial o administrativa, con el fin de obtener sentencia, resolución o acto administrativo contrario a la ley, se le impondrán de seis meses a seis años de prisión y de cincuenta a doscientos cincuenta días multa. Si el beneficio es de carácter económico, se impondrán las penas previstas para el delito de fraude.

Este delito se perseguirá por querella, salvo que la cuantía o monto exceda de cinco mil veces la Unidad de Cuenta de la Ciudad de México, al momento de realizarse el hecho.

[2] CÁRDENAS RIOSECO, Raúl F. “Fraude procesal”. México, Editorial Porrúa, Segunda Edición, 2009, Página 59.

[3] “La validez y el cumplimiento de los contratos no puede dejarse al arbitrio de uno solo de los contratantes”.

[4] SOLAZ SOLAZ, Esteban, “La estafa procesal”, España, Tirant Monografías, 2013, página 165. (La obra no menciona el número de edición).