La aciaga práctica de la ilegalidad

Considerando los lamentables acontecimientos que han tenido lugar en nuestro país durante los últimos días, en esta ocasión he decidido apartarme del ámbito del derecho penal y del procesal penal para referirme a un infortunado hábito que se ha arraigado en el estilo de vida del gobernado, sin otro afán que invitar a la reflexión de quien se ocupe de leer estas líneas.

Hace ya algunos años –bastantes por cierto– antes de decidir formarme como abogado penalista y mientras leía un periódico, me encontré una frase que me perturbó y que al paso del tiempo quedó grabada en mi memoria. A casi tres décadas de haberla descubierto resulta más vigente que nunca: “En México, el cumplimiento de la ley es voluntario pero su aplicación es arbitraria”. Lamentablemente, semejante afirmación encuentra cabida en diversos aspectos de nuestra vida cotidiana; es decir, no se refiere exclusivamente a la práctica de lo jurídico, sino que permea a –casi– todo lo que hacemos en el más amplio sentido de la expresión. No hablo como abogado, sino como un ciudadano promedio de este país.

 Si miramos a nuestro alrededor, es muy probable que encontremos incontables ejemplos de lo anterior y que van de lo sutil a lo verdaderamente sublime: un automovilista que cruza con la luz roja del semáforo, un motociclista que circula sobre las líneas divisorias de los carriles, un peatón que camina descuidadamente sobre el arroyo vehicular, una vecina violenta, un testigo que miente deliberadamente, un “policía de investigación” que circula en su patrulla sin balizar cubriendo con cinta un dígito de las placas y del engomado –real y documentado–, un empresario que defrauda a sus clientes, un ladrón que priva de la vida a su víctima no conforme con desapoderarlo de sus pertenencias, un homicida ­–cuya causa puede ir desde un incidente de tránsito hasta el crimen organizado– y sí: una autoridad parcial, incompetente, selectiva y displicente –desde luego, siempre con honrosas excepciones–. Funcionarios que celebran contratos con el gobierno a través de prestanombres, cuerpos policiales corruptos, servicios de salud sesgados y de baja calidad, autoridades de procuración de justicia que utilizan su cargo para fines ajenos al cual se deben y en general, una administración pública guiada por el culto a una figura, no por el respeto a las instituciones ni por el cumplimiento de la ley, mucho menos por el bien común. Los supuestos serán tantos como se nos ocurran y llegan a límites verdaderamente insospechados.

Pues bien, todo lo anterior genera diversas consecuencias en nuestra sociedad: impunidad, falta de respeto por la ley y por la autoridad, una percepción de hartazgo y de inseguridad –tanto material como jurídica– y me parece que –con mayor gravedad e incidencia– el acogimiento de una práctica como estilo de vida: “darle la vuelta a la ley”. Vea usted cualquier noticiero: homicidios, feminicidios, secuestros, autoridades que actúan al servicio del crimen organizado o –incluso– que son vilipendiados por éste. Por si fuera poco, el desempeño de la autoridad tampoco abona a la legalidad y a la gobernabilidad –especialmente en los años recientes– pues –como hemos expuesto– aquélla se pronuncia o resuelve únicamente en casos donde existe presión social, mediática o alguna clase de interés que pocas veces tiene que ver con lo legítimo o con la justicia.

Ante semejante panorama, se capitaliza la duda y la negligencia, se genera incertidumbre, zozobra y se alienta la ilegalidad en una especie de círculo vicioso de pronóstico reservado. Se torna bien visto y se fomenta la apatía hacia los procedimientos y hacia los cauces legales para resolver una controversia o un suceso –por más trágico que éste sea– con abusos, violencia e ilegalidad. Sí, hay que decirlo: en ello, gran parte de la responsabilidad recae en las autoridades por las circunstancias ya expuestas, de tal suerte que la legítima protesta y la inconformidad se convierten en auténticos comportamientos delictivos azuzados con expresiones como “rompan, pinten y destrocen” o “cierren el paso”; claro, hasta que alguien cercano o uno mismo es víctima de tales conductas porque en esos casos –entonces sí– la autoridad “debe aplicar la ley”. No tendríamos –nadie, ni hombres ni mujeres– por qué vivir con miedo a ser robados a plena luz del día o en nuestro domicilio, no tendríamos por qué vivir con miedo –nadie– a ser privados de la libertad o a ser privados de la vida por ningún motivo y –desde luego– tampoco tendría por qué adoptarse ni tolerarse el daño a la propiedad o el libre paso a la circulación como mecanismos para mostrar disconformidad ni para hacerse escuchar, pues en estos casos, aunque aparentemente la autoridad “actúa”, lo cierto es que a largo plazo siempre una o más partes terminan perdiendo. La historia nos ha demostrado como nunca antes, que actuar visceralmente o por hastío no produce los resultados esperados.

Nos parece que la fórmula para generar y fomentar la legalidad, el orden y la sana convivencia social no es tan complicada: la autoridad debe cumplir su deber y hacer que el gobernado la cumpla, imponiendo –en su caso– la sanción que corresponda por su infracción o su inobservancia. Y claro está, la autoridad también debe ser vigilada e inspeccionada con instrumentos legales en su actuar, siendo igualmente castigada –aunque tal vez con mayor severidad– si llega a trasgredir las obligaciones que le han sido impuestas por el marco legal; sin embargo, con gobernantes que mandan “al diablo a las instituciones” o se encrespan balbuceando “no me vengan con el cuento de que la ley es la ley” se entiende con cierta facilidad por qué nos encontramos sumidos en una crisis de ilegalidad e incertidumbre pues ahora, paradójicamente, se llega al límite de “criminalizar” a quien critica los destrozos en las protestas, a quien tiene un pensamiento conservador o simplemente, a quien piensa diferente.

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